Mientras mucha gente estaría preparándose para llenar el Teatro de la Maestranza y acudir al pregón –cada vez más fuera del tiempo- a mí me anunció ayer la cercanía de la Semana Santa una lila, rebosante de flores, en un jardín de mi calle. Igual que en la consabida magdalena de Proust, llegó la memoria de infancia a través de su aroma, de pasos procesionales adornados con esas flores y con lirios que inundaban de olor toda la iglesia, sentí en mis oídos el ruido del Oficio de Tinieblas, tuve en mis ojos el Lavatorio de los pies a doce pobres de verdad, que se habían prestado a ello porque cobraban su estipendio. Como el cura.
Vi otra vez los altares volcados, la cruz velada que sólo pervive en Sevilla en la Quinta Angustia, el sonido de la matraca recorriendo las calles a las horas que deberían sonar las campanas. Saboreé la Semana Santa, plantada en el año con la misma rotundidad que la historia que se predicaba desde el púlpito, reflejando misterio en sus comidas, sus cánticos, sus flores; el tiempo del Bien y del Mal, la sensación de un Edén inconcreto, llegado a la tierra puntual y efímeramente.
Recordé que el Sábado de Gloria amanecía con los Judas colgados en las calles; muñecos de personajes queridos u odiados –el portero del equipo de fútbol, el usurero– que se destrozaban a cohetazos para emular sus hazañas o para vengarse: el Bien y el Mal juntos, la vida, como en aquella procesión de Acción de Gracias al Gran Poder de la que van a cumplirse 70 años: delante del paso la jerarquía eclesiástico-militar triunfadora con las varas de mando; detrás, las madres y esposas con hombres en la cárcel o en campos de concentración: la vida. Las lilas de mi calle me han dado un pregón particular. Y una moraleja: ¿se pondrán ahora flores raras en los pasos para eludir la memoria?
Antonio Zoido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario