Desde la época romana, la representación de la cruz era el símbolo de la muerte. De hecho, este método de martirio (hoy en día y, conforme al Derecho que ha llegado hasta nuestros días, sería equivalente a la indeseada "pena de muerte") estaba destinado a todos aquellos convictos que, bajo leyes totalmente legales, Roma cumplía con inexorable eficacia. Generalmente, la pena de muerte en la cruz estaba destinada a aquellos reos de baja estofa (bandidos, cuatreros, asesinos, etc...) y basaba su sádica característica en propiciar al condenado una muerte lenta, dolorosa y, por encima de todo, pública: a los ojos del ciudadano y del esclavo. Todo aquel que quisiera podría presenciar el escarmiento que sufría el culpable con el fin de persuadir a todo aquel que quisiera seguir los desviados pasos de éste.
Sería lógica que, tras exponer de manera muy sencilla lo que significaba la cruz en Roma, nuestra reacción hacia este "método de tortura" fuera de desprecio, de asco y de indignación ante la crueldad con la que nuestros antepasados, aquéllos que crearon lo que hoy llamamos la cultura occidental y de la que todos -tanto conservadores como progresistas- nos sentimos orgullosos de llevar por bandera, zanjaban dicho asunto. Sin duda - y aquí los juristas que me lean me pueden echar un cable- era una consecuencia jurídica un tanto desmesurada y hasta vulgar de aplicar ley, sea cual fuera el supuesto de hecho a tratar.
Sin embargo, "¡qué curioso!", los cristianos vemos en el leño del martirio algo más que esa tortura macabra e inhumana. En ese acto donde sólo se observa brutalidad y muerte, el cristiano ve salvación. Cambia lo sórdido, lo negro y tenebroso: la muerte y transfigura su imagen dándole carácter humano: La Cruz pasa a ser la prueba de amor más grande de todos los tiempos.
¿Cómo es posible esta variación de planteamiento? ¿A qué es debido?
Estas preguntas pueden ser variadas en sus términos y aceptadas de una manera u otra con toda su amplia gama de matices. Podemos dar rodeos y utilizar, mediante la dialéctica, un sinfín de combinaciones que siempre llegan a un núcleo principal y cierto: Jesús.
No se trata de nadie más sino de Dios mismo encarnado en hombre el que sufre la peor de las muertes precisamente para vencerla por el amor a todo el género humano.
Es a partir de ese momento de la muerte por nosotros del mismísimo Dios, Creador del Cielo y de la Tierra, cuando nos aferramos a la cruz y le ponemos una mayúscula al principio de la palabra. La Cruz deja de ser un motivo de tormento en el espíritu de los cristianos para recibirla como una manera de estar junto a Jesucristo y de su sacrificio por nosotros. Es un acercamiento al amor de Dios.
En estos días de Septiembre, en los que en muchos lugares de la cristiandad se celebra la Exaltación de la Santa Cruz, hemos adorado aquélla que redime al mundo de sus cadenas, que libera precisamente por medio del sufrimiento y que nos acerca a la Vida Eterna que se nos ha prometido si la llevamos y soportamos por nosotros y por todos.
Por y para el amor a Dios y a nuestros hermanos.